Si algo hay cierto, es que todo
tiene un comienzo y un fin, de una manera u otra, todo termina. Y con esa certeza
vivimos sin darle más importancia que la lógica que eso conlleva.
Pero un día surge lo inesperado,
de repente te haces mayor, y caes en la cuenta de lo que esa afirmación realmente significa.
Procesas conscientemente la realidad y entiendes que lo normal es que los hijos
vean partir a sus padres, pero eso no lo hace más fácil. Es difícil ver
envejecer a los tuyos y darte cuenta de que su llama se está apagando, no hay
nada en el sufrimiento humano que dignifique a las personas.
Entonces te centras en el día a
día, en superar los obstáculos cotidianos y demostrar todo tu cariño. En ocasiones sientes que no sabes hacerlo
mejor y que no estas a la altura, o consideras que eres enormemente egoísta por pensar
que necesitas tiempo para ti, ¿tiempo,
qué tiempo?, en unos meses tendrás demasiado de eso…
Inmersa en los acontecimientos
que te rodean, contemplas con claridad el amor que tus padres se tienen, el cariño con el que se
cuidan, y piensas que eso es lo que quieres para ti. En algún momento de sus
vidas cambiaron sus prioridades por las nuestras y siempre han estado donde
debían por nosotros. Por eso ahora, sólo queda acompañarle de la mano hasta el
punto de partida de su último viaje, despedirse con un beso y dejarle marchar…
Después queda un dolor infinito, un hueco, un sentimiento de orfandad al que hay que saber darle su
sitio, no tapar, ni remendar, porque está, existe, al igual que lo hizo ÉL.
Aprenderemos a gestionarlo poco a
poco y llegaremos a recordar sin dolor…
Te quiero, te admiro y extraño.
Siempre, infinito...
Siempre, infinito...
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